por Andrés Muñoz, arq.
Con estas palabras definió Jaime Sorín a su compañero de cátedra en la FADU-UBA por tantos años. Es que efectivamente hace pocos días (el 24 de mayo) falleció el querido arquitecto a sus 86 años. En la web de la Cátedra el homenaje, que se encuentra en la página de inicio, le ofrece unas cálidas palabras.
Egresó de la UBA en 1957 y fue docente de Historia de la Arquitectura y Diseño Arquitectónico, materia en la que estaba hasta el presente, ayudando a sus alumnos a descubrir su voz en la búsqueda de la construcción de su propia arquitectura.
Nos quedarán sus palabras en libros como «Mi Buenos Aires herido», maravillosa compilación de tajos que dejó el urbanismo en nuestra ciudad, que demuestran no sólo su capacidad de construcción histórica, de investigador nato de la disciplina, sino también su desarrollo crítico y comprensión tan sensible y especial de la realidad.
Sin más que agregar, porque lo que se diga sobre él no alcanzará, los dejo con sus porpias palabras,
Acá las de su amigo, Jaime Sorín,
Reflexionando acerca de la amistad, reconocía Maurice Blanchot que “esa relación sin dependencia, sin episodio, y donde, no obstante, cabe toda la sencillez de la vida, pasa por el reconocimiento de la extrañeza común que no nos permite hablar de nuestros amigos, sino sólo hablarles, no hacer de ellos un tema de conversación”. Es cierto, enorme dificultad la de hablar del amigo ausente sin pensarme continuando las tenidas que de múltiples maneras mantuvimos durante varias décadas.
Era un gran memorista y así como empezaba contando historias del barrio de su infancia, de la vida del potrero que describió con su prosa poética de manera inigualable, aparecía repentinamente su reflexión acerca de la vida actual y enseguida algo que nos iluminaba sobre alguna situación del presente porteño.
En él el recuerdo era siempre un lugar al que volver y así lo dijo “Lugares que habitamos pero que a la vez “nos habitan”, nos acompañan toda la vida, forman parte de nosotros”. Esa permanente alusión a la vida que – nos transmitía – no es una impureza que padece la arquitectura, sino la base misma de nuestra profesión. Vida en sus aspectos más inesperados, más imprevistos, sin leyes; vivida con pasión y felicidad.
Y así se desarrollaban sus clases – con la felicidad de un recreo las definía – con recorridos inusuales, arborescentes, directos y a la vez oblicuos, sorprendiéndonos permanentemente por los caminos que recorría, por las derivas que nos transportaban a tiempos y lugares insospechados en nuestras conversaciones previas. Y siempre un final esclarecedor, sin garantías, un cierre que abría otros caminos, transmitiéndonos que sus reflexiones no eran nunca definitivas, que debíamos ser nosotros los constructores de nuestras propias creencias.
En sus libros Juan nunca aborda un solo tema, teje incesantemente, analiza a Bereterbide desde las letras de Atahualpa Yupanqui, recorre simultáneamente a Gelman, a Borges y a Mike Davies, confronta a Barragán con Neruda y la tradición iberoamericana; interroga al Poder pensando e intercambiando con otros, como lo expresó María Pía López, desde los márgenes, convencido que es únicamente desde allí que se lo puede enfrentar.
Juan insistía en el Taller en promover la autenticidad de las opiniones personales de los estudiantes; creer en lo que uno dice, en la necesidad de conocerse, de mirarse en el Uno en Uno personal y singular y en la herencia común como fuente de conocimiento para una arquitectura adecuada, que no se deje tentar por las soluciones fáciles y tramposas de las recetas y los ismos de moda. Una arquitectura que se apoyara en lo racional pero que no cerrara la puerta a la intuición, con espacio para el silencio más allá de los estruendos del consumo.
Todos y todas quienes tuvimos la posibilidad de transcurrir junto a él nuestros años de docencia agradeceremos siempre la generosidad con que nos acompañó en nuestro aprendizaje, las posibilidades que nos abrió de manera inusual en el ámbito académico y fundamentalmente la visión de una arquitectura que colocara en el centro las necesidades de la humanidad por sobre el negocio y las vanidades.
Y en mi caso personal haber compartido el privilegio de su amistad en todas las instancias de la vida.
Hay dos frases de sus libros que quiero recuperar: “Lo que ha vivido, seguirá viviendo” y “No cabe ya imaginar paraísos mientras no desaparezcan los infiernos”; ambas creo que representan su esfuerzo constante por reconstruir la memoria colectiva y su espíritu para algunos libertario, para otros anarquista, para mi un eterno luchador por la amistad fraterna, la justicia social y la igualdad.
Fuente: http://www.myvs.com.ar/
Tengo un calido recuerdo de mi paso x su catedra en D1. Fue mi primer docente a quien miraba maravillado x sus comentarios y reflecciones sobre el barrio y la memoria.