La vida en Buenos Aires ahora es color de rosa

La vida en Buenos Aires ahora es color de rosa

por Andrés Muñoz, arq.

Lupuna, lupuna hembra, algodonero, árbol de la lana, árbol botella, palo botella, palo barrigudo, palo rosado, samohú, samuhú, toborochi, yuchán, chorisi, painero, ceiba speciosa y algunos otros más son los nombres con los que se conoce el tradicional “palo borracho”, un árbol autóctono que se distribuye en gran parte de la ciudad de Buenos Aires, por no decir en toda la ciudad. De hecho, hay entre 3000 y 5000 ejemplares cuyo mapeo -realizado por el Gobierno de la Ciudad- demuestra la premisa antecedente.

Es originario de los bosques tropicales y subtropicales de Sudamérica, con presencia en Brasil, Paraguay, Perú. Bolivia y, por supuesto, Argentina. Aunque hay también en España, cerca del litoral Mediterráneo. Su presencia en nuestra ciudad se la debemos, a quién más sino, que al mismísimo Carlos Thays, quien además plantó lapachos, ceibos, jacarandás y tipas, aportando una amplia gama de colores a lo largo de las diferentes estaciones del año.

Suele alcanzar una altura que va entre los 10 y los 20 metros. Su característico ensanchamiento de su tronco le permite acumular agua para los períodos de sequía y demuestra su buena adaptación al entorno local. Al ser una especie autóctona no requiere más cuidados que los que le propicia la madre naturaleza.

Sus grandes flores de cinco pétalos pueden esgrimir colores rosados o amarillos con un centro más claro, aunque suele predominar el primero. Actualmente estamos en temporada de floración, la que suele extenderse de enero a mayo, coincidente con el verano. Luego de la floración emergen las semillas que se hacen lugar entre los profusos capullos de algodón que las protegen como el máximo de los tesoros.

Estos y tantos otros árboles que pueblan los parques se encargan de mejorar la calidad del aire y ayudan a reducir la contaminación, además de -claro está- de aportar calidad estética y embellecer el espacio público con su gran porte ornamental.

Ostenta una dulce leyenda que justifica que algunas tribus de la zona del río Pilcomayo, lo llamen “mujer” o “madre pegada a la tierra”:

En una antigua tribu que vivía en la selva, había una jovencita muy linda, a la cual codiciaban todos los hombres, pero ella sólo amaba a un gran guerrero. Y se enamoraron profundamente… hasta que cierto día la tribu entró en guerra. El partió a la contienda y ella quedó sola prometiéndole amor eterno… Pasó mucho tiempo y los guerreros no volvían… mucho tiempo después, se supo que ya no lo harían.

Perdido su amor… la joven cerró todo sentimiento pues la herida abierta en su corazón ya no podría sanar… Se negó a todo pretendiente… Una tarde se internó en la selva, entristecida, para dejarse morir…

Y así la encontraron unos cazadores que andaban por allí… muerta en medio de unos yuyales. Al querer alzarla para llevar el cuerpo al pueblo, notaron, asombrados que de sus brazos comenzaron a crecer ramas y que su cabeza se doblaba hacia el tronco. De sus dedos florecieron flores blancas. Los indios salieron aterrados hacia la aldea.

Unos días después, se internaron los cazadores y un grupo más al interior de la selva y encontraron a la joven, que nada tenía de muchacha, sino que era un robusto árbol cuyas flores blancas se habían tornado rosas. Comentan que esas flores blancas lo eran por las lágrimas de la india derramadas por la partida de su amado y que se tornaban rosas por la sangre derramada por el valiente guerrero.

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11 marzo 2020 / by / in

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